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lunes, 13 de junio de 2011

LA ORACIÓN

Aliento del alma


Obispo Alejandro (Mileant)
Traducido por M. Bauman/ Anna Andushkewitch




¿Qué es la oración?


El alimento y el descanso son imprescindibles al hombre para el sostén de su vida física. Los conocimientos, el arte y, en general, la cultura enriquecen las cualidades de su alma. Pero la oración revela en él la faz espiritual, superior, de su esencia.
        Dios ama a su creación, nos ama a cada uno de nosotros, Él es nuestro Padre celestial. Tal como en los niños es natural el deseo de ver a sus padres y conversar con ellos, asimismo para nosotros debe ser una felicidad natural conversar con Dios y relacionarnos espiritualmente con Él. La plática piadosa del hombre con Dios se denomina oración. El alma, que en la oración se une con Dios, al mismo tiempo se une con el mundo espiritual de los ángeles y de los justos. Según las palabras de San Juan de Kronstadt “la oración es la dorada unión del hombre cristiano, peregrino y forastero en la tierra, con el mundo espiritual, del cual él es miembro y, sobre todo, con Dios — fuente de vida.”
        La oración frecuentemente es acompañada por palabras piadosas y otros signos externos de veneración: la señal de la cruz, genuflexiones, reverencias y otros signos de devoción a Dios. Pero la oración puede ser elevada sin palabras y sin otras manifestaciones externas. Ésta es la oración interior o profunda, conocida por experiencia propia por muchos cristianos fervorosos.

Clases de oración


En la oración el cristiano vierte ante Dios toda su alma: Glorifica a Dios por Sus supremas perfecciones, agradece las gracias y los beneficios recibidos y pide por sus necesidades. De allí derivan las tres principales clases de oración: de glorificación, de acción de gracias y de súplica.
        Glorificación es la forma más perfecta y desinteresada de oración. Cuanto más limpio e irreprochable es un ser, tanto más claramente se refleja en él la suprema perfección de Dios y, al reflejarse, involuntariamente, suscita palabras de glorificación y alabanza. Así, los ángeles en el cielo glorifican sin cesar al Señor con su canto de alabanza. “La glorificación - dice el Obispo Teófano, el Recluso - no es una fría contemplación de la naturaleza Divina, sino un vivo sentir de la misma, con gozo y admiración.”
        Acción de gracias es expresada por el hombre por los beneficios recibidos de Dios. Ella nace espontáneamente en el alma agradecida y sensible. De los diez leprosos sanados por el Salvador, sólo uno, un samaritano, regresó para dar gracias al Señor.
        La forma más difundida de oración es la súplica, suscitada en el hombre por la plena conciencia de su debilidad, endeblez e inexperiencia. A causa de las pasiones y los pecados, nuestra alma está enferma y endeble. Por ello, en la oración es imprescindible pedir a Dios el perdón de los pecados y ayuda para vencer nuestros defectos. A veces, la súplica es suscitada por un peligro amenazante que se cierne sobre nosotros, por una necesidad, etc. La súplica en la oración es inevitable, a causa de nuestra vulnerabilidad y es grata al Señor. Pero si nuestras oraciones tienen preeminentemente carácter de súplica y en ellas casi no se escuchan voces de alabanza ni de gratitud, esto testimonia el insuficiente nivel de nuestro desarrollo espiritual y moral.
        Las distintas clases de oración frecuentemente se unen entre sí. El hombre ruega a Dios por sus necesidades y, simultáneamente, Lo glorifica por Su magnificencia y benignidad y Le agradece por poder dirigirse audazmente a El, como a su Padre misericordioso. Los más solemnes cánticos eclesiásticos de alabanza se transforman, a veces, en súplicas conmovedoras (Gloria a Dios en las alturas” “A Ti, Señor, alabamos”) y, por el contrario, ruegos plañideros a Dios, pidiendo ayuda, se resuelven en los magníficos acordes de un canto de acción de gracias y alabanza. Tal el caso de muchos salmos, por ejemplo 145, 148 y otros.

Como se debe rezar


Al comenzar la oración, el hombre debe dejar de lado sus habituales ocupaciones y preocupaciones, concentrar sus pensamientos dispersos, como si cerrara la puerta de su alma a todo lo terrenal y mundano y dirigir toda su atención hacia Dios.
        De pie, ante la faz del Señor, imaginando vívidamente Su magnificencia, el orante se compenetra necesariamente con la profunda conciencia de su indignidad e indigencia. “Al rezar, es necesario imaginar toda la creación como nada frente a Dios y a Dios único, como todo” (San Juan de Kronstadt). El Salvador presentó un ejemplo aleccionador del ánimo del orante en la imagen del publicano, justificado por Dios por su humildad.
        La humildad del cristiano no engendra desaliento ni desesperación. Por el contrario, se une con la fe firme en bondad y omnipotencia del Padre celestial. Sólo la oración con fe puede ser escuchada por Dios. “Todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis.” La oración del cristiano, templada por la fe, es diligente. Él recuerda el legado de Jesucristo, que es necesario siempre orar y no abatirse; él recuerda Su promesa: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá.” Los ejemplos evangélicos de la mujer cananea, rogando a Cristo por la curación de su hija, de la viuda desamparada que obtuvo justicia de un juez injusto y casos similares, dan testimonio de la gran fuerza de la oración. Tal vez la oración no sea escuchada de inmediato. El orante no debe perturbarse ni caer en el desaliento: se trata de una prueba, no de un rechazo. “Por eso dijo Cristo “llamad,” para demostrar que si Él no abre prontamente las puertas de Su misericordia, es necesario, sin embargo, aguardar con una esperanza luminosa” (San Juan Crisóstomo). El verdadero cristiano continuará su oración con ininterrumpido ahínco y con fuerza, hasta tanto logre vencer al Señor y atraer hacia sí Su gracia, tal como el patriarca Jacob, del Antiguo Testamento, el cual decía al Desconocido que luchaba con él: “No te dejaré hasta tanto no me bendigas,” y realmente recibió la bendición Divina.
        Si el Señor es nuestro Padre celestial, entonces todos nosotros somos hermanos. Él sólo aceptará nuestra plegaria cuando nos encontremos en relaciones realmente fraternales y benévolas con la gente, cuando apaguemos todo rencor y enemistad, cuando perdonemos las ofensas y nos reconciliemos con todos: “Cuando estéis orando, si tenéis algo contra alguien, perdonad, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros pecados.”

Acerca de qué se debe orar


San Isaac de Siria escribe acerca de qué hay que pedir a Dios: “No seas irracional en tus peticiones para no provocar la ira de Dios con tu irracionalidad. Mas sé sabio para merecer los dones gloriosos. Pide lo muy valioso a Aquel para Quien la avaricia es ajena y recibirás de Él lo muy valioso, según tu deseo razonable. Salomón pedía sabiduría y con ella recibió también el reino terrenal, porque pedía razonablemente al gran Rey. Eliseo pedía la mayor gracia del Espíritu, comparable a aquella que tenía su maestro y su pedido no quedó insatisfecho. El que pide insignificancias al Rey, rebaja su honor.”
        El Maestro supremo de la oración es nuestro Salvador. La oración acompañaba todos los acontecimientos más importantes de Su vida terrenal. El Señor reza al recibir el bautismo de San Juan[1], pasa toda la noche en oración antes de la elección de los Apóstoles[1], reza durante la Transfiguración, reza desde la cruz. La palabra final, antes de la muerte del Señor, es palabra de oración.
Bajo la impresión de la figura inspirada del Salvador orante, uno de sus discípulos se dirigió a Él con el ruego: “Señor, enséñanos a rezar.” Y en respuesta a este pedido, Jesucristo dio una oración, breve por su extensión, pero rica por su contenido, aquella divina e incomparable oración que hasta el día de hoy unifica por sí misma a todo el mundo cristiano. Esta oración se llama “Padre nuestro” o “la oración del Señor.”
        Esta plegaria nos enseña sobre qué y en qué orden debemos orar. Dirigiéndonos a Dios: “Padre nuestro” nosotros nos reconocemos sus hijos y, en relación de unos con otros, hermanos y, por lo tanto, rezamos no sólo por nosotros mismos, sino por toda la gente. “Santificado sea Tu nombre” que Tu nombre sea santo para toda la gente, para que toda la gente glorifique con sus palabras y hechos el Nombre de Dios. “Venga a nosotros Tu Reino.” El Reino de Dios comienza dentro del hombre creyente, cuando la gracia de Dios, penetrando en él, limpia y transfigura su mundo interior. Simultáneamente, la gracia unifica a todos –hombres y ángeles- en una gran familia espiritual, denominada Reino de Dios, o Iglesia. Para que el bien se propale entre la gente es necesario pedir: “Hágase Tu voluntad tanto en el cielo como en la tierra,” quiere decir que todo en el mundo sucede según la benévola y sabia voluntad de Dios, y para que nosotros, los hombres, cumplamos la voluntad de Dios en la tierra gustosamente, de la misma manera como la cumplen los ángeles en el cielo. “El pan nuestro de cada día, dádnoslo hoy,” danos hoy todo lo necesario para nuestra alimentación corporal; ¿qué será de nosotros mañana? no lo sabemos: nosotros necesitamos únicamente el pan de cada día, es decir el pan diario necesario para el mantenimiento de nuestra existencia. “Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.” Estas palabras son aclaradas por San Lucas, quien así las cita: “Y perdónanos nuestros pecados,” los pecados son nuestras deudas, porque pecando nosotros no cancelamos lo adeudado y permanecemos como deudores ante Dios y ante los hombres. Este pedido, con una fuerza especial, nos sugiere la necesidad de perdonar a nuestros prójimos todas las ofensas: sin perdonar a los demás nosotros no podemos pedir a Dios el perdón de nuestros pecados, no podemos rezar con las palabras de la Oración del Señor.
        “Y no nos dejes caer en la tentación”; estas palabras se refieren a la prueba de nuestras fuerzas morales mediante la apertura de una posibilidad potencial para que nos inclinemos hacia algún acto pecaminoso. Aquí nosotros pedimos a Dios que nos proteja de la caída en caso de que tal prueba de nuestras fuerzas morales sea inevitable y necesaria. “Mas líbranos del mal,” o sea de todo mal y de su causante- el diablo. La oración termina con el convencimiento de que se cumplirá aquello que hemos pedido, porque a Dios pertenecen en este mundo el reino eterno, el poder infinito y la gloria.
De tal manera, la oración del Señor, uniendo en sí todo aquello acerca de lo cual es necesario rezar, nos enseña a colocar en el orden correcto nuestras necesidades y requerimientos: en primer lugar, pedir el máximo bien –la gloria de Dios, la difusión del bien entre la gente y la salvación de nuestra alma, y recién luego, las necesidades cotidianas. Con referencia a las mismas, San Juan Crisóstomo dice: “no le vamos a enseñar a Él de que forma ayudarnos.” “Si a la gente que nos defiende y que habla por nosotros delante de los jueces terrenales, les contamos únicamente nuestros asuntos, pero dejamos en sus manos la forma de defensa, más aún debemos proceder así en relación con Dios. Él Mismo sabe bien qué es útil a ti.” Además nosotros debemos entregarnos enteramente a la voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad.” El mismo Salvador nos dejó el ejemplo de tal oración. Él rezaba en el huerto de Getsemaní: “Padre mío, si es posible, que pase de Mí este cáliz! Sin embargo, no sea como Yo quiero, sino como Tú quieras.”

Cuando se debe rezar


El Apóstol nos enseña “Orad sin cesar.” Es necesario orar en aquellos momentos luminosos y elevados, cuando el alma experimenta una visita de lo alto, se vuelve hacia el cielo y siente la necesidad de la oración. Es necesario también rezar en todas la horas destinadas a la oración, aunque nosotros, aparentemente, no estuviéramos dispuestos hacia la oración en ese momento. De otra forma, se perderá la capacidad de oración, de la misma manera como se herrumbra y estropea una llave sin uso. Para que nuestra alma conserve la frescura religiosa, es necesario fijarse la meta de rezar en forma regular, independientemente de si deseamos o no hacerlo. Los ortodoxos tienen por costumbre rezar diariamente a la mañana, al despertar del sueño y a la noche, antes de dormir. Con la oración hay que comenzar y terminar cada buena acción. En este sentido, el “libro de oraciones” es un acompañante imprescindible.
        Además de la oración privada, doméstica, existe también la oración pública, que se reza en el templo. De ella decía el Señor “Donde se reúnen dos o tres en mi nombre, allí estoy Yo entre ellos.” Desde los tiempos apostólicos la plegaria pública más imprescindible es la liturgia (misa), que se celebra en los templos los días domingo, durante la cual los fieles glorifican a Dios con una sola boca y con un solo corazón. El servicio público divino posee una gran fuerza espiritual.

Frutos de la oración


La oración, al igual que el labrador, ara el campo de nuestro corazón y lo capacita para la recepción de las influencias celestiales y para la producción de frutos abundantes de virtudes y perfeccionamiento. Ella atrae sobre nosotros la gracia del Espíritu Santo y con ello fortifica en nosotros la fe, la esperanza y el amor. Ella ilumina la razón, fortifica la voluntad para las buenas intenciones, consuela el corazón en tiempos de pena. Con una palabra, por intermedio de la oración nos llega todo aquello que sirve para nuestro verdadero bien.
        La oración, “aliento del alma” según los santos padres, es un gran bien para el hombre. “El don de la oración,” o sea el Saber orar, concentradamente y con todo el corazón, es uno de los más preciados dones espirituales. El Señor misericordioso otorga esta capacidad al hombre, en premio por su trabajo de oración.

Missionary Leaflet #S01
Copyright © 1999 and Published by
Holy Protection Russian Orthodox Church
2049 Argyle Ave. Los Angeles, California 90068
Editor: Bishop Alexander (Mileant)


(oracion_aliento.doc, 04-11-99)


Lc. 17:12-19
Mt. 7:7, Jn. 16:23
Lc. 18:9-14
Mc. 11:24
Lc. 18:1
Mt. 7:7
Mt. 15:21-28
Lc. 18:5-8
Gén. 32:26
Mc. 11:25
Lc. 3:21
Lc. 6:12
Lc. 22:41
Lc. 23:46
Lc. 11-1
Lc. 11:4
Mt. 26:39
Tes. 5:17
Mt. 18:20